sábado, 21 de enero de 2012

Joaquín Alberto Vargas y Chávez (1896-1882)









































Joaquín Alberto Vargas y Chávez (Perú 1896-1882)

La Doblez




Ilustración de Joaquín Alberto Vargas y Chávez (1896-1982)




 Cuento de Francisco Proaño Arandi

( Ecuatoriano 1944)


LA DOBLEZ
En el principio, ocupabamos los dos una sola casa, ésta, cuyas paredes, pasadizos y muebles siguen siendo los mismos, donde aún te veo, similar a una sombra, donde todavía aunque distante, alcanzo a seguir tu inconfundible silueta, o se me parece tu rostro, también como entrevisto en la difuminada decoración de un retrato, en un espejo, en este mundo contrapuesto al nuestro que puedes mirar en los estanques.

En el principio, el lecho era uno solo, éste, desde allí mirabamos la misma lámpara, la compartida extención del tumbado, y escuchábamos, los dos la huída de la lluvia en las noches, el viento que dispersaba papeles extraviados, la obsesiva estridencia de la ciudad a la madrugada. Nos amabamos y reiamos y yo te perseguía precedido siempre por tu carcajada limpia, tu cuerpo limpio y mío, tu pelo el frescor de esa edad primigenia, la nuestra.

La casa era toda unívoca, indivisa sin duplicidad ni divergentes perspectivas. Te sentabas al otro lado de la mesa y permanecías allí alcanzable, serena y llena de volúmen, extrañamente cerca, cómo esas mujeres captadas a contraluz en una litografía de interior holandés. Las cosas entre nosotros no se interponían sino, al contrario, se evidenciaban a manera de comunes referencias; a veces bastaba con que uno, tu o yo, pensase en un objeto cualquiera de la mesa o del cuarto, y ya no era preciso hablar, actuabamos sin más y casi siempre, el final era homogéneo, afín.

Luego supimos que todo tiene su decurso, que cada cosa es en sí mudadiza, encumbre un gérmen de alteración o de sepsia, de herrumbe. Lo nuestro también pareció sufrir ese acoso, esa variabilidad, en un paulatino número de años. Sin que nos percatáramos, al principio de un modo no regular, infrecuente, cada vez con asiduidad mayor, empezaron las pequeñas mezquindades, las que se estima habituales; aprendimos poco a poco, a reconocer los vacíos o la acritud que dejan determinados desentendimientos; llegamos algunas tardes, a contemplarnos inmersos en el territorio glacial de la indiferencia, de los recelos, del odio inclusive, ciertos días sombríos.

Iniciada esta otra, velada forma de exilio, la disensión mutua invadía crecientes instancias.En el lecho, podías ser tú pero al mismo tiempo una extraña. La cabeza entonces ya no era igual, su unicidad comenzaba a resquebrajarse por mil fisuras, los cuartos se me antojaban otros, absurdamente agrandados. Después empezaron a producirse otros fenómenos todavía más extraños.

El aire por ejemplo. Me acuerdo perfectamente de una tarde en que yo sentía que me faltaba el aire, me ahogaba casi, pero tu me mirabas impertérrita desde el otro lado de la mesa, repirando rítmicamente, llenando tus pulmones de todo el oxígeno de la casa, como si una fuese tu atmósfera y otra la mía, perfilados los dos en distintas burbujas de aire.

Posteriomente es decir, después de esa primera percepción, cobraron un cotidiano cariz las desavenencias, los puntos de vista contrapuestos y chocantes. Si yo veía que el amarillo de las paredes estaba demasiado subido, tu lo encontrabas más bien tenue, incoloro. Nunca podíamos ponernos de acuerdo a la hora de colocar un cuadro, para mi siempre se inclinaba hacia un lado, para ti hacia el otro. Jamás mi mano pudo extenderse sin alarma para encontrar los objetos en su lugar a costumbrado, tú, previamente, lo habías dispuesto todo de otra forma, de conformidad con las necesidades de tu mano.

Un día pensé, o sospeché, que la circunstancia de tu mirar el mundo de una manera distinta a la mía, esa costumbre nuestra, ya prolongada, de ver las cosas desde diversas perspectivas, nos había llevado a un punto de discrepancias, casi irrevercible. Me esforcé por limar los obstáculos que nos separaban, decliné muchas de mis convicciones, creo que tuve algún éxito. Hubo momentos en que logramos ser, otra vez, los del principio; entonces, mi impresión, cuando entrabas al cuarto, era la que hubiese sentido si hubieses regresado de un largo viaje, cambiada sí, pero sin resentimientos, recobrada, con la misma disponibilidad inocente de los comienzos de nuestro matrimonio. Creí que la casa volvería a ser la de antes, una sola para los dos, pero el efecto duraba unos pocos días y tornábamos, con crecida aspereza, al desentendimiento de siempre.

Al fracaso de este empeño nos sorprendió a los dos. Creo recordar una noche en que me miras agónica, estás allí mismo, pero también lejos, difusa, en afán puramente experimental extendiendo una mano y no puedo trascender el mínimo espacio que nos separa. Otro día te veo venir por el corredor desde el dormitorio, parecería que vamos inevitablemete a un encuentro, sin embargo tú pasas, ni siquiera me miras como si me hubiese vuelto invisible. En la mesa, caen silencios vastos, se infiltran desniveles de tiempo entre nosotros, a veces soy el que debe retroceder para escuchar lo que dices, otras veces eres tú quién regresa, como alcanzada por el último eco de mi voz, ya casi en el límite. Hay acasiones en que quiero explicarte lo que me ha sucedido, la razón de mi borrachera de la víspera, por ejemplo, y, no obstante por más que hable y hable y gesticule, incluso colérico, sé, simplemente que ya no me escuchas, que no logras distinguirme en esta común ceguedad que nos hiere, y pienso entonces, te imagino recluida en una definitiva distancia, como en otro mundo.

¿Cuál fue nuestro error? ¿En qué lugar nos perdimos? ¿Cuál la razón para esta radical divergencia?.

Buceo en los compartidos recuerdos y no encuentro ninguna pista, y los espejos se burlan, ellos los únicos que no parecen sufrir la disparidad de la casa, colocados en la necesaria frontera, reflejando por igual, para uno y otro, los mismos muebles, la misma deformación extraña en los cuartos.

Pienso, de pronto en la posible duplicidad de las habitaciones, cuartos que son aparentemente los mismos, pero al vez diversos, fraguados, en materias distintas, superpuestos. Quizás el dilatado ejercicio de ver las cosas desde ángulos irreductibles, nuestros devoradores silencios, ese ir acostumbrándonos a un persistente desencuentro, ha obrado este raro sortilegio, esta aparición de la casa dispar, desdoblada, seccionada en un punto infranqueable. Inconscientemente, habiamos fabricado cada uno nuestra dual vivienda, por un tiempo incluso aprendimos a intercambiarnos, a realizar una especie de secretas visitaciones que nos permitían, por ejemplo tocar de manera similar un identico objeto, mirar a la propia mujer y no a esa otra que cruza sin verme, oír al marido de siempre y no a este otro, del que no llega siquiera la voz. Un día, sin embargo, toda doblez cumple su ciclo, y llega un momento en que nos ha sido imposible flanquear la transparente frontera.

Esta tarde la sospecha parece haber cobrado asidero. Fue en la mesa, en el instante en que una mano invisible rompió la bombonera de cristal, la que compramos en los iniciales días de nuestro matrimonio. Vi, tras un fondo de cristales rotos dislocarse tus rasgos. Tu cara se volvió, mitad carne, mitad de vidrio.

Tu piel cruzada por una atroz cicatriz, que no estaba en ti, ni en le cristal, era distinta y no cierta, pero por extraña disposición del destino estaba allí percetible, casi al alcance de mi mano. No sé por qué el azar, o una necesidad aciaga, impuso a tu rostro situarse tras la bombonera trizada, no sé por qué sentenció sobre tu piel esa despiadada, cuanto inasible desgarradura. Comprendí entonces la contingencia de tu carne, expediente físico por el cual había aprendido amarte. Me estremecí de horror puesto que entendí, de repente tu metamorfosis, tu tránsito, palabras que no alcanzan a precisar tu radical, nuestra radical brevedad. Te desconocí de pronto tras el cristal. Te perdí. La mujer que luego emergió ya no era la misma. El universo era otro.

viernes, 20 de enero de 2012

Anatomía de una Seducción






Ilustración de Sarah Joncas

 Cuento de María Gabriela Alemán

(Ecuatoriana 1968)
ANATOMÍA DE UNA SEDUCCIÓN

Él ha colocado una soga alrededor de su cuello y jala, ejerciendo una presión constante. Ella siente su cabeza liviana; sus ojos cerrados ven puntos de luz flotando sobre el negro de la habitación vacía. La soga continúa estrangulando su arteria carótida, lo que impide que la sangre llegue a su cerebro. Está entrando al punto clave -al baile de la estabilidad- donde mantener el control puede se la única posibilidad.

Su conciencia es clara, mientras la oscuridad inunda su cerebro y produce algo semejante al éxtasis, a la liviandad, al abandono.

Cuándo ella a dejado de ser, él la suelta.

La cubre con con una manta y sale de la habitación.

Ella permanece, sintiendo la pesadez de su cuerpo aletargado y torpe; pasados unos minutos vuelve, la desviste, no hablan.

Desnuda sobre el catre siente frío. Intenta protestar, pero una cálida mano cubre sus labios mientras otra levanta su cabeza - cubre sus ojos con un pañuelo de seda - y la apoya sobre un muslo duro.

Su concentración está forazada al máximo, sus sentidos reducidos. Y, aunque pareciera no controlar nada, siente, y al hacerlo percibe todo con más definición.

Escucha las notas de un saxofón mientras algo desciende, algo por la planta de su pie izquierdo: un movimiento bastante suave, que luego trepa por su pierna hasta llegar a su cintura donde cambia de dirección y baja con rapidez. la brusquedad del movimiento le pone la piel de gallina, el escalofrío hace que cambie de posición, que arquee su espalda, que se estire, y que al rotar su cuello, deje escapar un tímido gemido, unido todavía a cierto pudor.

Si pudiera ver, sabría lo que recorre su cuerpo sin detenerse, cubriendo cada punto de su piel es una caña de bambú. Qué al pasar sobre sus palmas sudadas, logra cambiar la temperatura de su piel; la sensación es similar a la de estar tendida sobre una cama de tizones ardientes. El movimiento continúa, las yemas de sus dedos acarician su rostro, se deslizan sobre sus labios y exploran dentro y detrás de sus orejas. Siente el calor de sus manos sobre sus párpados -oye como frota sus palmas una contra otra- y luego, antes de que roce con sus labios el lóbulo de su oreja, la misma sensación se repite sobre sus mejillas. Le ayuda a darse la vuelta y comienza a acariciar con paciencia y delicadeza la parte posterior de su cabeza, cuello y hombros: juega con su pelo, siente su electricidad, enreda sus rizos.

Sus manos descienden continuas sobre su espalda en un instante destapa una botella y ella puede oler la escencia concentrada de limón impregnándolo todo, haciendo más húmeda la habitación cerrada.

Siente un líquido viscoso que calienta su columna mientras sus manos pasan repetidas veces sobre ella. El movimiento es tan ágil que pareciera que éstas se multiplicaran al rozar su cuerpo, ocultando rigurozamante su textura, convirtiéndose en pura doblez. Sus dedos bajan como una fina película de agua hasta sus muslos; al llegar a la parte posterior de las rodillas su cuerpo quiere explotar: es un placer demasiado obvio, que la perturba.

Cuando llega a los tobillos la atrae hacia él para que quede nuevamente boca arriba. Acaricia con suavidad su vientre y tórax, rozando levemente sus pezones. Coloca una mano de bajo de su ombligo y con la otra, dibuja el número ocho alrededor de sus senos: las caricias son tranquilas y apaciguadoras y el movimeinto se repite continuo durante un largo instante (ella siente sed y el aire se convierte el algo pútrido y fresco al vez)

La música termina -el fin está cerca- la atmósfera que reina es tensa , como la que se crea ante la inminencia de un desastre. Sus manos apoyadas sobre su vientre se deslizan: una hacia arriba, por el torso, la otra hacia a bajo por el muslo. Hasta detenerse ambas -con el cambio de movimiento- sobre su pecho, haciendo que todo sea perceptible y casi todo verdadero. Permanece inmóvil: fijo en un tiempo que, por parecer tan evidente, no lo es en absoluto.

Con golpes ajustados, como disparos, rasga la superficie de su piel - convirtiendo sus miembros en las piezas de un rompezabezas infinito- antes de cubrirla con una tela fina que le resulta placentera pues oculta su cuerpo, que le quema.

Antes de retirarse, cuándo se siente débil y vacío de deseo, prende una luz mortesina y retira su venda. Ella se queda detenida, con los ojos cerrados un instante, tratando de disipar de alguna forma lo oculto de sus propios pensamientos y se viste.

Mientras retira un cheque de su cartera y lo deja sobre la mesa, al salir coge una tarjeta del recibidor y la guarda.

Ya en la calle y con la fuerte luz del día sobre su rostro la saca del bolso y lee, Dr Chu Magno, Masajista Ciego - Técnicas Orientales-.

La vuelve a guardar. Sonríe, antes de regresar caminando a su casa.

martes, 17 de enero de 2012

A Unos Ojos Hermosos


Ilustración de Rolf Armstrong (1889 - 1960)

Juan Bautista Aguirre
(Ecuador)
(1725)

A UNOS OJOS HERMOSOS


Ojos cuyas niñas bellas 
esmaltan mil arreboles, 
muchos sois para ser soles, 
pocos para ser estrellas.

No sois sol, aunque abrasáis 
al que por veros se encumbra, 
que el sol todo el mundo alumbra 
y vosotros le cegáis.

No estrellas, aunque serena 
luz mostráis en tanta copia, 
que en vosotros hay luz propia 
y en las estrellas, ajena.

No sois lunas a mi ver, 
que belleza tan sin par
ni es posible en sí menguar, 
ni de otras luces crecer.

No sois ricos donde estáis, 
ni pobres donde yo os canto; 
pobres no, pues podéis tanto, 
ricos no, pues que robáis. 

No sois muerte, rigorosos, 
ni vida cuando alegráis;
vida no, pues que matáis, 
muerte no, que sois hermosos. 

No sois fuego, aunque os adula 
la bella luz que gozáis,
pues con rayos no abrasáis 
a la nieve que os circula.

No sois agua, ojos traidores, 
que me robáis el sosiego, 
pues nunca apagáis mi fuego 
y me causáis siempre ardores. 

No sois cielos, ojos raros,
ni infierno de desconsuelos, 
pues sois negros para cielos 
y para infierno sois claros.

Y aunque ángeles parecéis, 
no merecéis tales nombres, 
que ellos guardan a los hombres 
y vosotros los perdéis.

No sois diablos, aunque andáis 
dando pena a los que vieron, 
que ellos del cielo cayeron, 
vosotros en él estáis.

No sois dioses, aunque os deben 
adoración mil dichosos,
pues en nada sois piadosos 
ni justos ruegos os mueven. 

Y en haceros de este modo 
naturaleza echó el resto, 
que, no siendo nada de esto, 
parece que lo sois todo.

lunes, 16 de enero de 2012

A Una Dama Imaginaria


Ilustración de Rolf Armstrong (1889 -1960)
Versos de Juan Bautista Aguirre
(Ecuador)
(1725)
A UNA DAMA IMAGINARIA

Que linda cara que tienes,
válgate Dios por muchacha,
que si te miro, me rindes
y si me miras me matas.

Esos tus hermosos ojos
son en ti, divina ingrata,
arpones cuando los flechas,
puñales cuando los clavas.

Esa tu boca traviesa
brinda, entre coral y nácar,
un veneno que da vida
y una dulzura que mata.


En ellas las gracias viven:
novedad priviligiada,
que haya en tu boca hermosura
sin que haya en ella desgracia.

Primores y agrados hay
en tu talle y en tu cara;
todo tu cuerpo es aliento
y todo tu aliento es alma.

El licencioso cabello
airosamente declara
que hay en lo negro hermosura,
y en lo desairados hay gala.

Arco de amor son tus cejas,
de cuyas flechas tiranas,
ni quien se defiende es cuerdo
ni dichoso quién se escapa.

¡ Qué desdeñosa te burlas !
y ¡ que traidora te ufanas,
a tantas fatigas firme
y a tantas finezas falsa !

¡ Que mal imitas al cielo
pródigo contigo en gracias,
pues no sabes hacer una
cuando sabes tener tantas !